LAS ISLAS VULNERABLES

Inseguridad jurídica: el enemigo silencioso del crecimiento económico
En el debate público sobre los grandes desafíos económicos de España, rara vez se menciona con la suficiente claridad uno de los factores que más daño está haciendo a nuestro modelo productivo: la creciente inseguridad jurídica. Este fenómeno, que avanza casi de forma silenciosa pero firme en estos últimos años, está erosionando con rapidez las bases sobre las que se ha sostenido buena parte del crecimiento económico español en las últimas décadas. Atraídos por su clima, su calidad de vida, su localización estratégica, la estabilidad dentro de la Unión Europea y un marco jurídico que garantizaba la propiedad privada, durante años nuestro país se había convertido en uno de los principales destinos para la inversión extranjera.
Sin embargo, en los últimos años este escenario ha cambiado radicalmente. La propiedad privada, tradicionalmente protegida en los países de nuestro entorno, se ha convertido en un bien cada vez más expuesto a vaivenes políticos y normativos, que han introducido un nivel de incertidumbre desconocido hasta ahora en España. La actual inseguridad jurídica, marcada por la proliferación de normativas intervencionistas en el mercado inmobiliario, las trabas a los desahucios incluso en situaciones flagrantes de impago, la aparición de la ambigua figura del vulnerable y el auge de las ocupaciones ilegales, todo ello amparado por una saturación desesperante de los procesos judiciales, están enviando un mensaje muy claro a los inversores: España ya no es un país seguro para invertir.
Y cuando el capital recibe ese mensaje, actúa en consecuencia. La inversión extranjera directa en el sector inmobiliario español cayó un 15% en 2023 respecto al año anterior, según datos del propio Ministerio de Industria, Comercio y Turismo. No es un fenómeno aislado, sino una tendencia que empieza a consolidarse. Cuando la inversión se frena, no es solo un problema para inversores o constructores, sino que toda la cadena de valor se resiente. El resultado está a la vista: caída de la inversión, fuga de capital extranjero en favor de otros países, contracción de la oferta de vivienda y, paradójicamente, subida de precios.
Pero si hay un fenómeno que refleja de forma paradigmática la inseguridad jurídica en el sector inmobiliario español es el de las ocupaciones ilegales. Lo que en otros países de nuestro entorno se resuelve de manera rápida y eficiente, aquí se ha convertido en un auténtico calvario para los propietarios. Los procesos judiciales se alargan incluso años, y la protección al ocupante ha llegado a extremos incomprensibles desde el punto de vista de un sistema económico que históricamente se ha basado en el respeto a la propiedad privada para su estabilidad y desarrollo.
El binomio turístico-inmobiliario
España ha sostenido su crecimiento económico en las últimas décadas sobre dos pilares fundamentales: turismo e inmobiliario. Ambos sectores no son compartimentos estancos, están profundamente interrelacionados, y representan juntos cerca de un 25% del PIB, generando millones de empleos. Por ello, la inseguridad jurídica en el sector inmobiliario representa un grave obstáculo para el desarrollo sostenible de economías fuertemente dependientes del turismo.
La falta de seguridad jurídica no es, por tanto, un problema menor o aislado. Es un riesgo sistémico que pone en cuestión la sostenibilidad de nuestro modelo de crecimiento. La inestabilidad normativa, el intervencionismo desbordado y la falta de respeto a la propiedad privada están expulsando a los inversores, reduciendo la oferta de vivienda, alimentando la
economía sumergida, afectando al empleo y debilitando la imagen internacional de España como destino de inversión y turismo, en favor de otros destinos competidores.
La imagen internacional de un destino turístico se basa, entre otros factores, en la percepción de seguridad y calidad de vida. Las noticias sobre ocupaciones ilegales, la percepción negativa sobre la seguridad y el orden, o inacción de las autoridades proyectan una imagen negativa que puede afectar directamente a la captación de nuevas inversiones en nuestro país.
Un frenazo en el desarrollo de infraestructuras turísticas genera una oferta turística envejecida y menos atractiva, lo que reduce la capacidad de competir frente a destinos más modernos y seguros legalmente, y disminuye la afluencia de turistas, preocupados por posibles problemas legales o por el deterioro del entorno.
El turismo moderno depende en gran medida de la calidad de la infraestructura y servicios ofrecidos. Si la inseguridad jurídica paraliza el desarrollo o la renovación de la oferta turística, ésta se vuelve obsoleta frente a otros destinos, y esto lleva a una pérdida de competitividad regional frente a destinos que sí garantizan estabilidad legal y seguridad patrimonial.
Sin inversión, no hay renovación. Sin renovación, no hay competitividad. Y sin competitividad, el destino pierde atractivo.
Las Islas Baleares: las grandes damnificadas
En regiones tan dependientes del turismo como son las Islas Baleares, este fenómeno adquiere una dimensión aún más preocupante. Baleares es la comunidad autónoma con mayor dependencia del turismo en España, representando el 45% del PIB. Si a ello le sumamos el sector inmobiliario, estos dos motores económicos representan más del 65% para la economía balear.
En este contexto, los efectos que la inseguridad jurídica está generando sobre las Islas Baleares —como resultado del complejo entramado normativo estatal que está socavando de forma inusual el derecho a la propiedad privada— son casi tres veces más intensos que los que se observan en el conjunto de la economía española.
En consecuencia, la inseguridad jurídica para la propiedad privada representa una amenaza estructural para todo el modelo turístico balear. Hoteles, resorts, complejos residenciales turísticos, segundas residencias y servicios de infraestructura (centros comerciales, puertos deportivos, restaurantes, etc.) dependen de un marco legal claro, transparente y estable.
No olvidemos que el turismo residencial —más sensible aún si cabe a los efectos de la inseguridad jurídica inmobiliaria—, representa tradicionalmente una vertiente estratégica dentro del modelo turístico balear, un sector que complementa el turismo tradicional y que dinamiza de manera intensa el tejido económico local. El turismo residencial atrae a visitantes de poder adquisitivo medio-alto durante todo el año, dinamiza el sector inmobiliario e impulsa servicios vinculados de calidad, generando miles de puestos de trabajo. Se trata de un turista que no busca la masificación, en muchas ocasiones impulsa la revitalización de zonas rurales o menos saturadas, lo que lo convierte en un aliado perfecto para modelos de desarrollo turístico sostenible.
En definitiva, el llamado “turismo de calidad” no es una etiqueta vacía: se trata de un perfil de visitante que gasta más, permanece más tiempo, busca experiencias culturales y gastronómicas, valora la exclusividad y, sobre todo, exige un entorno ordenado, limpio, seguro y profesional. Pero este turista no tolera la inestabilidad. Cuando percibe desorden urbano, inseguridad
jurídica, cambios legislativos arbitrarios, conflictos sociales o degradación del entorno, simplemente cambia de destino.
Cuando un destino turístico pierde su atractivo para el visitante de calidad y al mismo tiempo se convierte en un territorio de residencia permanente para aquellos más vulnerables, el modelo económico empieza a mostrar grietas estructurales. La estacionalidad se acentúa, los ingresos fiscales se reducen, la imagen exterior se deteriora y los conflictos sociales aumentan. El destino se convierte, paulatinamente, en un espacio saturado, con una economía de bajo valor añadido, escasa cohesión social y limitada proyección futura.
Las Islas Baleares son, hoy por hoy, un claro ejemplo de este doble fenómeno en acción. Por un lado, un fuerte crecimiento de la población residente extranjera, aún atraída por las oportunidades de empleo rápido que ofrece una economía basada en los servicios —aunque estas sean en muchos casos precarias—, que han convertido a la región en un polo natural de atracción migratoria, especialmente para trabajadores de baja cualificación. Por otro lado, el socavamiento de la capacidad del destino para atraer y fidelizar el denominado “turismo de calidad”, que provoca una expulsión progresiva del visitante de mayor poder adquisitivo, que es precisamente el que genera mayor valor añadido, impulsa la inversión privada y eleva la recaudación fiscal. La pérdida de este segmento supone una reducción directa de la rentabilidad del sector turístico y una menor capacidad de reinversión en infraestructuras y servicios.
Si no se revierte esta tendencia, la economía balear —altamente dependiente del turismo— será la que en este caso se convertirá en vulnerable, perdiendo competitividad frente a otros destinos emergentes mejor posicionados. Amenazar estos sectores por un exceso de intervencionismo o por la falta de seguridad jurídica no es solo un error; es un riesgo estratégico.
Las Islas Baleares no pueden permitirse este lujo. Más que ninguna otra región, deben asumir un papel de liderazgo firme y decidido en la defensa del derecho de propiedad privada frente a las injerencias del Estado, sin ambigüedades ni concesiones. La seguridad jurídica no es una cuestión ideológica. Es una condición imprescindible para el progreso económico y social. No se trata de proteger solo al propietario o al inversor; se trata de proteger la economía en su conjunto. La sostenibilidad de la economía balear pasa necesariamente por garantizar este marco normativo estable, transparente y predecible para la recuperación de la confianza inversora.
Lo contrario es avanzar hacia un escenario de menor inversión, menor empleo, menor crecimiento y mayor conflicto social. En definitiva, cavar la tumba de un modelo económico que, con sus luces y sombras, ha permitido a las Islas Baleares prosperar en las últimas décadas. Y lo más preocupante es que, cuando los inversores y los turistas se van, volver a recuperarlos no es cuestión de meses, sino de generaciones.


